viernes, 13 de marzo de 2015

72. Fragmento

Mi tio Arturo se fue de la ciudad, abandonando a su esposa embarazada. Unos días más tarde, llamó para tranquilizarnos, dijo que deseaba comer suricato y que, una vez lo probara, volvería.

Alondra nació mientras su padre seguía ausente. Y, antes de que se cumpliera dos meses, desapareció con su madre. Ella, que pasaba las noches desvelada mirando, por las ventanas, hacia un horizonte lejano que imaginaba más allá de los edificios, del mar, de las gaviotas, de los barcos, de las montañas que no veía, del desierto del Sahara y el canal de Suez, se marchó un sabado en el vuelo de las 10:45. Se había despedido de nosotros con cariño, nos invitó a cenar, nos sirvió vino y nos dijo que planeaba irse, que nos extrañaría pero que no podía quedarse allí al pie de la sombra de un hombre que no estaba.

Nunca volvimos a saber de ella, nunca nos mandó un mensaje, o una postal que dijera: Estoy recorriendo las calles de Jerusalen y me acordé de ustedes

A mi tio le tomó tres años encontrar un lugar en el que pudiera comer el suricato tierno, jugoso y asado al carbón que había soñado. A su regreso sólo quería hablar de los ciervos danzantes del serengueti, cuando millones y millones de ellos corren como si fueran un solo animal con un cuerpo extenso que se estremece ritmicamente, como si todos se hubieran puesto de acuerdo para bailar; de las risas de las hienas, que le habían perseguido durante casi todo su viaje, como si el eco de ellas se le hubiera quedado atrapado en un oído, y de los leones, esos gatos grandes por los que se había sentido siempre tan fascinado, de sus melenas oscuras y rubias, de la manera en que al despertar se estiran elasticamente, de sus ojos curiosos, de sus colmillos ambar, de sus patas suaves y firmes como una almohada, de sus uñas largas que le habían producido una cicatriz. Eso era todo de lo que hablaba, pero de Adriana y Alondra, ni una palabra.

martes, 10 de marzo de 2015

69. Tiramisú.

Me dió rabia. Podría dejarlo allí, decir que me dió rabia y olvidarme de eso, seguir con mi vida, no escribir nada, dejar así. Podría pero no quiero, y no solo porque me dio rabia y todavía me hierve la sangre sino porque necesito escribirlo.

Resulta que el domingo me trasnoché preparando un postre para hoy. Quería hacer algo realmente especial y rico, por eso compré todo lo que necesitaría para hacer un tiramisú. Empecé a hacerlo a eso de las 11. Como siempre, me lastimé la mano rallando el chocolate; como siempre, me quemé sacando cosas del horno; como siempre, me quedó delicioso.  Y, pues nada, le dediqué unas tres horas a hacer un muy buen tiramisú y me fui a acostar con dolores en la mano y la espalda.

Hoy salí particularmente temprano de la casa, no quería usar transmilenio porque, con los apretujamientos, me podían aplastar los moldecitos de tiramisú.  Estaban bien frios y el bus no se llenó demasiado, así que seguían teniendo buena temperatura y dureza al llegar a clases. Conseguí que me los guardaran en la nevera de la cafetería por un rato. Luego, a las seis, los fuí a buscar y los subí al salón.


El desastre fue a la hora de servirlo. Yo había olvidado llevar un cuchillo, y nadie tenía. Me acerqué a la señora mayor que parecía tener el pulso más firme y le pedí que me ayudara, ella dijo: "las mujeres somos siempre recursivas" y procedió a cortar el tiramisú con un sacacorchos.

¡¡¡CON UN SACACORCHOS!!!

Y luego lo sirvió en unas bases triangulares de esas de pizza, esto sí con mi aprobación porque no había platos.

El problema no es la señora, es que nadie se lo haya querido comer, desperdicié un 20% del tiramisu ofreciendoselo a gente que solo le puso mala cara y lo arrojó a la basura. Eso me dolió, mucho. Y me dió mucha rabia porque, ya de por sí, el día había empezado un poco mal con todo el asunto de que había escrito un texto para la clase que me había entristecido y dejado insatisfecho.

viernes, 6 de marzo de 2015

65. Ventíun minutos II

Erase una vez

... un niño al que le regalaron una guitarra 
y se vio obligado a aprender a tocarla.

... un niño que estaba aprendiendo a tocar la guitarra 
pero le interesaba más el silencio que la música.

... un niño que amaba el silencio hasta 
que escuchó a una niña tocar el violín.

... una niña que no quería aprender a tocar instrumentos 
musicales, pero a la que no le hacían falta instrumentos 
para exudar música por todos los poros.

... una niña musical que sacudió el silencio
 de un niño, y luego se fue.

... una niña que creció podía hacer que el mundo 
bailara, pero que jamás se dio cuenta.
 
... un niño que creció para convertirse en un joven 
que extrañaba una época en la que el mundo parecía 
tener ritmo, en que las canciones le hablaban.

... un niño y una niña que crecieron y volvieron 
a encontrarse, y se hicieron amigos, como debería 
haber sido desde el principio, y sus vidas, 
su silencio y su música se entrelazaron.

... dos niños que habían crecido y se sentían felices 
juntos, completos, cómodos y creyeron que podían 
quedarse así para siempre.

... un ahogado que atinó a cruzarse en la playa con estos dos 
niños que habían crecido, que tenía la piel pálida, los brazos 
doblados y rígidos, y la boca espumosa como la boca de una 
perra que la niña había tenido. Un ahogado que los tocó a 
ambos, que estremeció los cimientos de sus vidas.

... una niña que miró su futuro y se sintió sola, sola, sola 
y quiso salir corriendo, sin jamás detenerse, huir y huir 
hacia donde no pudiera alcanzarla la muerte.

... un niño que miró su futuro y se sintió débil, débil, débil y 
quiso enterrarse bajo la arena y nunca más volver a salir.

... una promesa que un niño que se sentía débil, débil, débil, 
que no se enterró bajo la arena, le hizo a una niña que se sentía 
sola, sola, sola, que unos meses después empezaría a correr 
hacia un lugar en el que la muerte no pudiera alcanzarla.

... una niña que se convirtió en mujer y se mudó a otro país 
con su mejor amiga y que corría hacia todos lados a la vez, 
que estaba en todas partes al tiempo, que dormía apenas 
lo justo para nunca quedarse demasiado quieta, 
a la que la muerte alcanzó.

... un carro en el que iban dos mejores amigas, una mujer
 que corría y una mujer que bailaba. Un carro que 
salió de su vía por un par de segundos.

... un par de segundos que fueron suficientes para que dos 
carros se encontraran frente a frente, para que un cinturón 
de seguridad defectuoso fallara, para que las vertebras 
de una mujer se rompieran, para que un mundo entero 
se viniera abajo, para que todo diera vueltas y vueltas;
para que la mujer que corría supiera que no podía huir.

... una mujer que bailaba que perdió el uso de sus extremidades, 
pero que jamás quiso culpar a su amiga.

... un hombre llamado Julio, que siguió al lado de la mujer que 
bailaba, a pesar de todo. Un hombre que sabía muy bien a 
quien culpar, no al destino, no al cinturón, no a la suerte ni 
a Dios sino a una mujer que había conocido toda su vida.

... una mujer que corría que descubrió que estaba sola, sola, 
sola y cansada. Una mujer que había estado sufriendo de 
intensos dolores de cabeza, que en ocasiones olvidaba 
lo que estaba haciendo, a la que cada vez le costaba 
más trabajo leer. Una mujer que estaba muriendo 
y demasiado cansada para luchar.

... un hombre que se sentía débil, débil, débil. Un hombre 
que quería enterrarse bajo la arena y no lo hacía 
porque alguien lo necesitaba. Un hombre al que 
le recordaron una promesa y aceptó cumplirla.

... una mujer que ya no tenía fuerzas para correr, que había 
decidido morirse, y un hombre que había prometido no 
dejarla sola pero empezaba a cuestionarse si quizás podría 
salvarla. Una mujer que le abrió la puerta un día, y ante 
sus ojos, sin avisarle antes, se tomo un vaso con pastillas 
pulverizadas. Un hombre que la ayudó a acostarse en los 
cojines fosforescentes que componían la sala de la mujer,
 y se sentó al lado de ella a contarle las últimas historias.

... una mujer a la que la muerte alcanzó en veintiún minutos
 y un hombre que sostuvo su mano todo el tiempo 
aunque se sintiera otra vez débil, débil, débil, 
y le temblara todo el cuerpo. Un hombre que puso 
bajo la nariz de la mujer un espejo. Un hombre que 
abandonó el apartamento sin que hubiera 
pasado media hora desde que había llegado.

... un hombre que se sentó en las escaleras temblando y 
sintiéndose débil, débil, débil. Un hombre 
que pensó en que siempre era ella la que se iba
 primero, la que lo abandonaba, la que se llevaba la música 
y le dejaba a él sólo un silencio que pesaba más que 
antes de que ella llegara.

jueves, 5 de marzo de 2015

64. 21 minutos I

Miré mi celular cuando salí de su apartamento. No había pasado media hora pero me sentía agotado. Me senté en las escaleras sin pensar en nada. Procesaba lentamente la idea de no volver a verla nunca más.

Es curioso como funcionan los recuerdos. Uno piensa, por ejemplo, en una película y recuerda el teatro en que la vio, incluso recupera su aroma lácteo dulzón; rememora la sensación entre táctil y auditiva del suelo pegachento, mira de nuevo el verde de las paredes de los baños, y escucha el dum dum dum de los bajos. En ese último día, yo la miraba a ella pero no la veía como era en el momento. Ni siquiera evocaba a la mujer triste que había reencontrado unos meses antes. Veía a esa jovencita a la que había conocido, con un violín al hombro, en las aulas de Bellas Artes. Ella, con su vestido rojo, como de muñeca, su cabeza inclinada, y sus ojos abiertos y ausentes.

Pero, una vez empiezo a escribir sobre ella y esa tarde, otros momentos vienen a mi memoria. Recuerdo, por ejemplo que un día me contó —y quisiera ser más preciso con la fecha pero me es imposible— que había empezado a recordar cosas en las que hacía mucho tiempo no pensaba. Recordaba particularmente a una perra que había tenido muy niña, un animal amarillo y pequeño de patas cortas y orejas puntiagudas.

—Sobgue todo me acuegdo del día que la matagon. Estaba en el patio, amaggada como paga bañagla, y tenía el hocico espumoso. Chillaba y quise cogueg a ella, abrazagla y decigle que todo iba a estag bien. Ni siquiega pude llegar al patio. Mamá me alzó entgue sus brazos y me llevó al cuagto de mi abuelita. Y guecuegdo clagamente una explosión como de un globo que se guevienta. — 

Laura tenía una abuela viuda con la que compartía el cuarto. Cada noche, se levantaba en la madrugada, agarraba su almohada y se iba a buscar el calor de su abuela. Se acostaba a su lado y allí amanecía.

—Miga, yo no me acuegdo si era gogda o flaca, no sé ni cuantos años tenía, ni si goncaba, peaba o pateaba, lo que guecuegdo es que me gustaba dogmig con ella, hasta que se fue. Yo debía teneg seis años cuando guegguesé del colegio y la cama de mi abuela ya no estaba. No llogué,creo que no llogué, segugo tenía otgas cosas en la cabeza. Dugante años, de vegdad, cgueí que vivía en otga parte, le mandaba una cagta en navidad y otga en su cumpleaños. Lo que me paguece inquietante, es que yo dogmía con ella cuando ocuguió, pego es tiegno al tiempo ¿entiendes?, pensag que esa última noche que vivió haya tenido mi cuegpo pequeño contga sus costillas, que quizás esa haya sido su última sensación-.

 A mí me daba envidia cuando ella contaba esas cosas. Mi infancia había sido terriblemente feliz, aburrida, tradicional. Había peleado, robado, engañado, mordido, arañado, había jugado con mis amigos, me había aburrido soberanamente y había inventado enfermedades para no ir a misa o al colegio. Había sido un niño más del montón.

 Desde que regresó, la visité todas las noches. Salía del trabajo y me dirigía a donde ella. Tocaba a su puerta y ella me dejaba entrar, nos acomodábamos en los cojines fosforescentes que componían su sala y ella cantaba. Se hacía a mi lado, y casi susurrando pero dulcemente cantaba: Esta noche amigo mio, el alcohol nos ha embguiagado, que me impogta que se guían, que nos llamen los magueados.

Entonces yo le contaba una historia que le hiciera reír, y ella cantaba de nuevo. Entre cantos e historias, íbamos hablando de todo un poco y cuando se hacía tarde la acompañaba a su cuarto y me quedaba con ella hasta que pudiera conciliar el sueño.

En las últimas noches, varias veces me dijo que cada día se acordaba más de Camila, su mejor amiga. Yo jamás conocí a Camila en persona pero la primera vez que la vi en una foto se me ocurrió que era la mujer más hermosa que había visto. Durante meses le insistí a Laura que debía presentármela. —Ustedes dos serían una linda pareja—me decía—pero no me gusta la idea de que tu mundo y el de ella se junten. Ustedes me gustan en mundos separados, como debe ser.

Eventualmente dejé de insistir, Laura era así, terca.

Una tarde le robé una foto a Laura, es de las pocas cosas que me quedan de ella. Es de un cumpleaños. Laura debía tener 7 o 8 años. Camila está sentada en el centro, tiene el pelo corto y los ojos llorosos, es una niña divina, un ángel diminuto vestido de azul celeste. A un lado de ella está un niño de pantalón corto, rodillas costrosas, zapatos desatados y una cara sonriente y sucia de tierra. Al otro lado está Laura, de medio lado, agitando el dedo y con cara de estar regañando al niño, que es Julio. Alrededor de ellos hay unos diez niños más. En el fondo hay un niño cuya cara está cubierta por un brazo, viste una camisa blanca con figuras de colores, está de pie, derecho. Parece ser el único que ya está preparado para la foto. Los otros están reunidos pero siguen jugando, gritando, saltando; se requerirá aún algo de tiempo para formarlos. Él, en cambio, está firme. —Ese egues tú—me decía Laura—es idéntico a ti.

 No era yo, pero me gustaba imaginar que lo era. Hubiera querido estar allí, conocerla entonces, compartir con ella recuerdos, hacer parte de sus otros mundos.

Hay muchas historias en esa foto, supongo, pero sólo conozco una, la de Camila y Julio. Camila lloraba por su pelo, que hasta ese día había sido el más largo y bonito del curso. Julio sonreía intentando calmarla, le decía chistes, hacía sonidos graciosos; se sentía culpable. Laura lo regañaba porque había sido él quien le embarró un chicle en el pelo a Camila y, lo que es peor, había sido él mismo quién le había cortado, con una tijera roma, los primeros mechones de cabello. Luego los adultos, y con esto se entiende las mujeres, no habían podido hacer más que emparejarlo.

Esa misma noche, me contó Laura, su madre se sentó en su cama y le dijo que los niños se portan mal con las niñas que quieren. —A mí todo eso me pagueció una tonteguía, pego ¿sabes que Julio se metió un mechón de pelo de Camila en el bolsillo? Se lo llevó paga la casa y lo guagdó en una caja de zapatos. Hay que admitig que fue un lindo gesto. 

Que Laura pensara en Camila era perfectamente natural. Se habían conocido de pequeñas, habían estudiado juntas en el colegio, y, finalmente, habían vivido juntas por años en Francia. Tenía que extrañarla. Un par de semanas antes de viajar, me advirtió que se iría. Era de noche y estábamos sentados frente al mar.
— Hombrezuelo, quiero preguntarte algo, ¿por qué tú... no sé... no tienes novia?—
No sé qué le dije esa noche. Seguro fue algo tonto, como que con ella me bastaba para ocupar mi tiempo libre, o que cualquier mujer se pondría celosa de lo que existía entre nosotros, o que la mujeres jodían mucho... No lo sé. Pero alguna bobada dije, seguro.

—¿Te acuegdas de esa noche? No te pgeguntaba pogque estuviega integuesada, sino pogque yo sabía que te iba a extrañag pero que tendgía a Camila. Tú te ibas a quedag solo. Y tú nunca has sabido estag solo, te encieggas, te apagas. Ya entonces me había dado cuenta. Hubiega queguido teneg alguien a quien heguedagte, alguien que te sacaga a paseag, jugaga contigo, te peinaga y se asegugaga de que no tienes pulgas. Eso hubiega sido lo ideal.— 

Justo antes de su viaje me llamó para despedirse una última vez, yo estaba durmiendo. Habíamos sido amigos durante dos años, dos intensos años. Pero la primera vez que habíamos hablado había sido siete años atrás, cuando eramos poco más que niños.

Ocurre que en mi doceavo cumpleaños me regalaron una guitarra y, en consecuencia, me vi obligado a inscribirme en Bellas Artes para aprender a tocarla. He sido negado para la música toda mi vida. Nunca fui capaz de diferenciar notas de oído, mi tempo estaba siempre errado y se me enredaban los acordes de la guitarra. Mis profesores me recomendaban, insistentemente, dedicarme a la pintura o la cocina. Las clases eran una tortura pero resistí durante dieciocho meses porque Laura estaba allí, cerca.

— Yo llevaba casi siete años apguendiendo música. Empecé a apguendeg piano a los seis, un año después entgué a clases de canto. También pasé por guitagga, flauta, claguinete y tgombón. A los nueve decidí que el violín ega lo mio pogque ega un instgumento pequeño y ligego que me cabía en la maleta del colegio.

 La primera vez que la vi estaba tocando el violín. Parecía concentrada pero aburrida. Y luego, mientras esperábamos a que nos recogieran, me ofreció un chicle.
— Yo te he visto en alguna parte— me dijo.

Todas las tardes nos encontrábamos, nos sentábamos juntos en los escalones, comíamos chicle y hablábamos. Un lunes no apareció, tampoco lo hizo el miércoles, ni el viernes. No la encontré la semana siguiente, ni la que vino después. Adiviné que había renunciado al violín y yo también abandoné la guitarra.

— Sabes que nunca me había gustado estudiag música. Te lo he dicho muchas veces, mi mamá insistía en que ega una habilidad impogtante paga la vida. Eso, supongo, significa que haguía más fácil conseguig maguido.— 

Hace unos meses, cuando volvió a la ciudad se consiguió un pequeño apartamento en el centro de la capital y lo llenó de gatos. Tenía figuritas, muñecos, fotos, dibujos, toallas, manteles, sábanas, todo con gatos, lo único que le hacía falta era un gato de verdad. Entonces me buscó.

Me llamó una mañana. Como nunca nos despedimos se saltó los saludos y protocolos, y me invitó a su casa, se parecía a ella. Laura se veía cansada.

 Cuando aún estudiábamos en el colegio, unos dos años antes de que se fuera del país, un amigo nos presentó. Javier insistía e insistía en que tenía una amiga a la que yo debía conocer. Acordé encontrarme con ellos el siguiente sábado, comeríamos helados, caminaríamos un rato, hablaríamos de los temas de que hablaban entonces los jóvenes.

Ese día me arreglé, le robé a mi abuelo algo de su colonia, me puse mi camisa favorita y me imaginé a la mujer que iba a conocer. Soñé que encajaríamos como dos piezas de rompecabezas, que nos haríamos novios, y un día nos casaríamos, soñé con una casa grande, con un perro, con niñas, con enviudar muchos años después (no podía soportar la idea de morir antes que ella). Y, aún medio soñando, asistí a la cita.

Era ella, yo no la reconocí enseguida, ni ella a mí. Pasaron algunos minutos antes de recordar que eramos esos niños, aburridos de los instrumentos, que se sentaban en las escaleras de Bellas Artes. Cuando la reconocí pensé que esas casualidades nunca ocurrían porque sí, que era el destino el que nos había hecho encontrarnos tanto tiempo después, y que era el destino, esa magia de lo que ya está ordenado, lo que nos uniría para toda la vida. Pero antes de que ninguna magia pudiera ocurriera, mi amigo nos interrumpió preguntándome si podía adivinar quién era su novio. Mi corazón se rompió un poco.

 Aún así, quedamos amarrados para siempre. De un día para otro nos hicimos mejores amigos, y antes de siquiera darnos cuenta estábamos hablando diariamente por teléfono, haciéndonos regalos sin razón, visitándonos sin avisar; haciendo planes todos los fines de semana, muchas veces solos.

— ¿Te acuegdas del ahogado? Ya hacia casi un año que egamos amigos, y tú me decías todo el tiempo que yo ega tu mejog amiga. Entonces yo no te considegaba mi mejog amigo, en mi vida sólo había espacio paga una pegsona así, y esa persona ega Camila. Tú egas divegtido e inteligente, egas un buen suplente pego sólo eso. Ese día fuimos a playa y mientgas tú cuidabas las cosas, entgué a nadar un gato. Tú estabas leyendo y cuando me viste salig pálida y asustada, te levantaste enseguida, tigaste el libgo al piso y me pgueguntaste qué me pasaba. Te dije que había encontrado un ahogado y entgaste al mag a sacaglo. No sé qué tenias en la cabeza. Te vi Regguesag lentamente y gesentí un poco que me hubiegas abandonado. Pego cuando la gente empezó a acegcagse, dejaste que otgos se encaggagan. Volviste con los ojos aguados y temblando completico pego volviste y te sentaste a mi lado. Me dijiste que no había pasado nada, que solo ega Aquaman queguiendo haceg un chiste pesado. Me hiciste songueíg, y en ese momento decidí que podías seg mi mejog amigo, que podía tener dos. 

Esa tarde no nos atrevimos a regresar al mar. Yo intenté llenar el silencio, pero me costaba encontrar cosas que decirle y ella estaba distante, pensativa. Entonces puso su mano sobre mi brazo y me dijo: — Se veía muy solo, ¿no crees? El ahogado, se veía muy solo. Yo no quiero morir así—
—¿Ahogada?—
—No, sola. Prométemelo, ¿vale? Prométeme que no me vas a dejar morir sola—
Y ¿qué más podía yo hacer? Se lo prometí.

miércoles, 4 de marzo de 2015

63. Parir los textos.

Llevo una semana sin publicar por aca, y no es porque sienta pereza de escribir, es porque siento miedo de hacerlo. Hace una semana decidí escribir un cuento sobre una idea que me ronda desde hace varios años, supuse que iba ser sencillo escribirlo dado que ya conozco bien la trama, que he imaginado diversas maneras de contar la historia, que los personajes me son familiares y que probablemente iba a ser una historia melancolica (que es un tipo de historias que me fluyen de una manera casi mecanica).

No ha sido nada facil. Sólo tiene cinco páginas ( por ahora) pero siempre que empiezo a escribir pienso en cosas que no me cuadran de antes y tengo que reescribir fragmentos o escribir cosas totalmente nuevas. Además le he dedicado mucho tiempo, a razón de 5 horas por página o así. Nunca había dedicado tanto tiempo a nada. Yo escribo mis cuentos de a media hora por página y luego unos diez minutos de revisión. Y temo que estoy dañando la historia. Cuando agrego cosas nuevas a veces pienso que la estoy mejorando, lo mismo cuando se las quito, o cuando cambio una frase por otra que me suena mejor, pero quizás lo estoy dañando todo y no debería cambiar nada; o tal vez lo arruinaría todo si no me dedicara a buscar cambios para mejorar cada parrafo.

Hoy publiqué otra cosa, que es una reflexión ligera sobre por qué escribir. Ya que termine el cuento, lo publicaré por aca, y espero que les guste mucho y que sea una muy buena historia. No soporto la idea de haber sufrido tanto para terminar pariendo un adefesio.

martes, 3 de marzo de 2015

62. Qué significa ser un narrador

Cuando me encuentro en situaciones sociales, con personas que acabo de conocer, siempre alguien lanza esa pregunta fundamental: “¿A qué te dedicas?” O, bien, “¿Qué haces?”. Mi respuesta es variable, depende mucho de mi humor y de las intenciones que le vea a quien me cuestiona. Si noto una inocente intención de vanagloriarse por su trabajo y sueldo, diré, mansamente, que estoy desempleado y dejaré que mi interlocutor hable tranquilamente. Hará cosa de un par de semanas, la pregunta me la realizó una señora en estado de embriaguez, mientras me lanzaba una mirada lasciva (fruto del alcohol más que de mis encantos o presencia), y lo único que se me ocurrió decirle fue que yo era un ente que deambulaba sin rumbo fijo por la vida. Su desinterés posterior fue más que evidente.

A menudo también digo que soy escritor, y quisiera detenerme allí, pero siempre añado el apellido “Comercial” y luego explico que trabajo en publicidad y mercadeo. Y no es que me avergüence ser escritor, no he sido otra cosa desde el día en que empecé a tomarme la escritura como algo serio y no solo como una herramienta para enamorar a alguien, convencer a un cliente o llamar la atención.

Lo que me asusta es que me hagan una pregunta que yo mismo me he hecho muchas veces: “¿Para qué escribir?”, qué sentido tiene ya escribir si en esta era de información veloz y olvido express, incluso una buena historia está condenada a convertirse en una anécdota más, que pronto será olvidada. Para qué escribir si ya todo ha sido escrito, si es prácticamente imposible vivir de eso. Para qué persistir en la escritura, si los libros desaparecen, si nunca serás Gabo (ni siquiera Vallejo), si no publicaste tu primer libro antes de los doce, y nadie, nadie lee las cosas que haces públicas. Me asustan esas preguntas por qué no sé cómo responderlas; me asustan aunque sea consciente de que nadie me las va a hacer.

Cuando digo escritor quizás debería decir narrador, porque eso soy. No soy un poeta, ni un ensayista, no soy un escritor filosofo que sepa cómo elucubrar sus pensamientos para recorrer, con su lector y sus lecturas, el camino a la iluminación. Lo mio es contar historias, así de sencillo. Y cuando me pregunto para qué seguir escribiendo, para qué seguir narrando, no recurro a pensamientos filosóficos, ni a pensamientos poéticos, ni a planear un ensayo sobre las bondades de la lectoescritura, sino a algo más sencillo, a la historia del primer hombre que vio un lobo.

Imaginemos que existe un hombre que jamás ha visto un lobo. Su clan es nómada y siempre había vivido desplazándose, según las temporadas, por un valle gigantesco en el que, milagrosamente, no habitan lobos. Este hombre está siguiendo a un ciervo y su cria, que se han separado de la manada. Los ciervos se detienen en un claro y él se encuentra oculto preparando su honda, o su lanza, sin quitarles los ojos de encima. Entonces llega el lobo, un ejemplar gigantesco y peludo que con un certero mordisco acaba con la madre y luego salta sobre la cría. Él hombre siente miedo y se aleja intentando no llamar la atención del violento animal que nunca antes ha visto.

Cuando vuelve a encontrarse con el clan, los lleva al claro donde ya no encuentran al lobo pero sí los restos de los venados. La horda quiere una explicación y el hombre desea dársela, pero no cuenta con el lenguaje claro y refinado que poseemos actualmente. No puede decirles que se encontró con un animal cordado vertebrado mamífero carnívoro canino; similar en todo a un perro cualquiera pero de complexión musculosa, mirada penetrante, colmillos afilados, propensión gregaria y gusto por la carne fresca.

El hombre, al que podríamos llamar Juanito Avistalobos, probablemente no contaba con mayores talentos para imitar animales, pero intenta hacerles saber lo que ha visto. Se señala la cabeza para decirles que es peludo, y se pone en cuatro patas para que entiendan que es cuadrúpedo. Busca sus colmillos, o caninos, con los dedos para informarles que tiene colmillos, y que estos son más grandes que los de cualquier hombre. Usa su brazo para imitar su cola erizada, y salta de un lado al otro velozmente para mostrarles con cuanta eficiencia eliminó a su presa. Finalmente les señala con ambos brazos una altura que a todos los demás hombres del clan les parece imposible. Es posible incluso que alguno le insista en que no ha visto ningún animal extraño. Que se deje de show, que les está haciendo perder el tiempo, que si es peludo, cuadrúpedo, carnívoro y grande, no puede ser otra cosa que un oso. Y por un oso nadie tiene por qué perder la cabeza.

Y creo que allí está algo de lo que me pasa con la narración. Juanito Avístalobos sabe lo que ha visto y no es un lobo, es otra cosa. Él tiene derecho a perder la cabeza, tiene derecho a hacer show. Siente la necesidad imperiosa de contar su historia, pero esa necesidad de narrar no es comprensible para personas que no la han sentido.

Cuando yo era niño, uno de mis juegos habituales mientras regresaba caminando a casa del colegio era fingir ser ciego. Cerraba los ojos, y caminaba por las calles guiándome con mis manos y mis oídos. Un día, fue la última vez que lo hice, sentí dos manos que me tomaban por los brazos y, antes de poder abrir los ojos, escuché una voz de mujer mayor que me decía: —¿estás cieguito?—. Dije que sí, no lo pensé siquiera, una mujer mayor no iba a hacerme daño y ser ciego era mi juego, no iba a interrumpirlo si no estaba en peligro. —¿Donde está tu bastoncito?— Dije que se había perdido en el colegio, que seguro alguno de mis compañeros lo había escondido, pero que no importaba, yo sabía llegar a mi casa. Tenía a las señoras, porque eran dos, una a cada lado. Ellas insistieron en llevarme a mi casa, y caminaron conmigo. Para cada pregunta que me hacían, yo tenía una respuesta. Les dije que en el colegio me molestaban por ser ciego, que mis padres me dejaban solo en la casa toda la tarde; que mi hermano escribía mis tareas, pero que yo le dictaba. Cuando llegamos a mi edificio encontramos a mí papá afuera, él me vio y me llamó: Raúl ¿qué te pasa?, ¿por qué tienes los ojos cerrados?. Abrí los ojos y vi la luz, en muchos sentidos. Subí corriendo las escaleras, y esperé el regaño que habitualmente recibía por mentir.

Era difícil, es difícil, explicar a otra persona por qué uno necesitaba fingir que estaba ciego, o decir que mis padres me abandonaban, o que bebían todas las noches, o que eramos muy pobres, o que tenía un hermano mayor, o que yo estaba mortalmente enfermo, o que veía fantasmas, o cualquiera de todas las mentiras que contaba sobre mi vida. Y digo necesitaba porque era una necesidad vital, a mí no me interesaba que me creyeran o no (a menudo tuve que soportar que en el colegio, alumnos y profesores, me cantaran: “mentiroso,mentiroso, mentiroso”). Lo importante era contar la historia, era contar sobre mi lobo al que no podía nombrar.


Pero esto de contar el lobo innombrable suena un poco como exorcizar algo, como si al contar nos liberáramos de un dolor de muela, o de la orfandad, o del alcoholismo. Y no creo que sea así, cuando JuanitoAvistalobos cuenta lo que ha visto no lo hace para olvidar al lobo, ni para dejar de sentir miedo de él, ni para expulsarlo del bosque. Cuenta su encuentro porque cree que es una historia que debe ser contada.

Cuando yo mentía sobre mi vida, o hacía estos ejercicios narrativos autobiográficos, lo hacia para divertirme. Mis terapeutas luego insistirían en que era una forma de llamar la atención en el colegio, de hacerme ver como alguien interesante, valiente o valioso. En todo caso, ya fuera para divertirme o para llamar la atención, mis mentiras era un ejercicio que requería de público.

Una noche, alrededor de una fogata, alguien le pide a Juanito (quien andaba algo achantado desde el comentario del oso que le habían hecho) que les cuente sobre el misterioso animal que vio. Y puedo imaginarme, claramente, a Juanito sonriendo y contándolo de nuevo todo, agregando quizás algunos detalles, indicando que el animal tenía fuego en los ojos, o que medía tres veces lo que el hombre más alto del clan.

Y creo que es allí, alrededor de la fogata, cuando el público y quien cuenta la historia se encuentran, que nace la narración.

Comprendo y respeto el ejercicio de esos que escriben exclusivamente para sí mismos. Esa persona que escribe un diario personal en un cuaderno que cuando se llene será arrojado a la chimenea, me parece un sujeto extraordinario. Pero no es un narrador, igual que quien exclusivamente canta en la ducha, cuando sabe que nadie lo está escuchando, no es un cantante. No importa que tan talentosos sean, si no tienen público no existen como cantante y narrador.

Entonces si me preguntaran para qué insistir en narrar no tendría una respuesta clara. Aún no la tengo. Narro porque me gusta hacerlo, porque soy bueno haciéndolo, porque si un día nos sentamos alrededor de una fogata mis historias probablemente obtengan una mejor respuesta que los casos de un abogado. Narro porque me gusta ser escuchado, y porque siempre, siempre, hay gente que está dispuesta a escuchar mis historias, así después me llamen mentiroso y todos nos riamos un rato. Y si nunca llego a ser Gabo o Vallejo, si nunca escribo nada que valga la pena... bueno, en ese caso, en mi próxima vida me haré boxeador o gato casero.