jueves, 5 de marzo de 2015

64. 21 minutos I

Miré mi celular cuando salí de su apartamento. No había pasado media hora pero me sentía agotado. Me senté en las escaleras sin pensar en nada. Procesaba lentamente la idea de no volver a verla nunca más.

Es curioso como funcionan los recuerdos. Uno piensa, por ejemplo, en una película y recuerda el teatro en que la vio, incluso recupera su aroma lácteo dulzón; rememora la sensación entre táctil y auditiva del suelo pegachento, mira de nuevo el verde de las paredes de los baños, y escucha el dum dum dum de los bajos. En ese último día, yo la miraba a ella pero no la veía como era en el momento. Ni siquiera evocaba a la mujer triste que había reencontrado unos meses antes. Veía a esa jovencita a la que había conocido, con un violín al hombro, en las aulas de Bellas Artes. Ella, con su vestido rojo, como de muñeca, su cabeza inclinada, y sus ojos abiertos y ausentes.

Pero, una vez empiezo a escribir sobre ella y esa tarde, otros momentos vienen a mi memoria. Recuerdo, por ejemplo que un día me contó —y quisiera ser más preciso con la fecha pero me es imposible— que había empezado a recordar cosas en las que hacía mucho tiempo no pensaba. Recordaba particularmente a una perra que había tenido muy niña, un animal amarillo y pequeño de patas cortas y orejas puntiagudas.

—Sobgue todo me acuegdo del día que la matagon. Estaba en el patio, amaggada como paga bañagla, y tenía el hocico espumoso. Chillaba y quise cogueg a ella, abrazagla y decigle que todo iba a estag bien. Ni siquiega pude llegar al patio. Mamá me alzó entgue sus brazos y me llevó al cuagto de mi abuelita. Y guecuegdo clagamente una explosión como de un globo que se guevienta. — 

Laura tenía una abuela viuda con la que compartía el cuarto. Cada noche, se levantaba en la madrugada, agarraba su almohada y se iba a buscar el calor de su abuela. Se acostaba a su lado y allí amanecía.

—Miga, yo no me acuegdo si era gogda o flaca, no sé ni cuantos años tenía, ni si goncaba, peaba o pateaba, lo que guecuegdo es que me gustaba dogmig con ella, hasta que se fue. Yo debía teneg seis años cuando guegguesé del colegio y la cama de mi abuela ya no estaba. No llogué,creo que no llogué, segugo tenía otgas cosas en la cabeza. Dugante años, de vegdad, cgueí que vivía en otga parte, le mandaba una cagta en navidad y otga en su cumpleaños. Lo que me paguece inquietante, es que yo dogmía con ella cuando ocuguió, pego es tiegno al tiempo ¿entiendes?, pensag que esa última noche que vivió haya tenido mi cuegpo pequeño contga sus costillas, que quizás esa haya sido su última sensación-.

 A mí me daba envidia cuando ella contaba esas cosas. Mi infancia había sido terriblemente feliz, aburrida, tradicional. Había peleado, robado, engañado, mordido, arañado, había jugado con mis amigos, me había aburrido soberanamente y había inventado enfermedades para no ir a misa o al colegio. Había sido un niño más del montón.

 Desde que regresó, la visité todas las noches. Salía del trabajo y me dirigía a donde ella. Tocaba a su puerta y ella me dejaba entrar, nos acomodábamos en los cojines fosforescentes que componían su sala y ella cantaba. Se hacía a mi lado, y casi susurrando pero dulcemente cantaba: Esta noche amigo mio, el alcohol nos ha embguiagado, que me impogta que se guían, que nos llamen los magueados.

Entonces yo le contaba una historia que le hiciera reír, y ella cantaba de nuevo. Entre cantos e historias, íbamos hablando de todo un poco y cuando se hacía tarde la acompañaba a su cuarto y me quedaba con ella hasta que pudiera conciliar el sueño.

En las últimas noches, varias veces me dijo que cada día se acordaba más de Camila, su mejor amiga. Yo jamás conocí a Camila en persona pero la primera vez que la vi en una foto se me ocurrió que era la mujer más hermosa que había visto. Durante meses le insistí a Laura que debía presentármela. —Ustedes dos serían una linda pareja—me decía—pero no me gusta la idea de que tu mundo y el de ella se junten. Ustedes me gustan en mundos separados, como debe ser.

Eventualmente dejé de insistir, Laura era así, terca.

Una tarde le robé una foto a Laura, es de las pocas cosas que me quedan de ella. Es de un cumpleaños. Laura debía tener 7 o 8 años. Camila está sentada en el centro, tiene el pelo corto y los ojos llorosos, es una niña divina, un ángel diminuto vestido de azul celeste. A un lado de ella está un niño de pantalón corto, rodillas costrosas, zapatos desatados y una cara sonriente y sucia de tierra. Al otro lado está Laura, de medio lado, agitando el dedo y con cara de estar regañando al niño, que es Julio. Alrededor de ellos hay unos diez niños más. En el fondo hay un niño cuya cara está cubierta por un brazo, viste una camisa blanca con figuras de colores, está de pie, derecho. Parece ser el único que ya está preparado para la foto. Los otros están reunidos pero siguen jugando, gritando, saltando; se requerirá aún algo de tiempo para formarlos. Él, en cambio, está firme. —Ese egues tú—me decía Laura—es idéntico a ti.

 No era yo, pero me gustaba imaginar que lo era. Hubiera querido estar allí, conocerla entonces, compartir con ella recuerdos, hacer parte de sus otros mundos.

Hay muchas historias en esa foto, supongo, pero sólo conozco una, la de Camila y Julio. Camila lloraba por su pelo, que hasta ese día había sido el más largo y bonito del curso. Julio sonreía intentando calmarla, le decía chistes, hacía sonidos graciosos; se sentía culpable. Laura lo regañaba porque había sido él quien le embarró un chicle en el pelo a Camila y, lo que es peor, había sido él mismo quién le había cortado, con una tijera roma, los primeros mechones de cabello. Luego los adultos, y con esto se entiende las mujeres, no habían podido hacer más que emparejarlo.

Esa misma noche, me contó Laura, su madre se sentó en su cama y le dijo que los niños se portan mal con las niñas que quieren. —A mí todo eso me pagueció una tonteguía, pego ¿sabes que Julio se metió un mechón de pelo de Camila en el bolsillo? Se lo llevó paga la casa y lo guagdó en una caja de zapatos. Hay que admitig que fue un lindo gesto. 

Que Laura pensara en Camila era perfectamente natural. Se habían conocido de pequeñas, habían estudiado juntas en el colegio, y, finalmente, habían vivido juntas por años en Francia. Tenía que extrañarla. Un par de semanas antes de viajar, me advirtió que se iría. Era de noche y estábamos sentados frente al mar.
— Hombrezuelo, quiero preguntarte algo, ¿por qué tú... no sé... no tienes novia?—
No sé qué le dije esa noche. Seguro fue algo tonto, como que con ella me bastaba para ocupar mi tiempo libre, o que cualquier mujer se pondría celosa de lo que existía entre nosotros, o que la mujeres jodían mucho... No lo sé. Pero alguna bobada dije, seguro.

—¿Te acuegdas de esa noche? No te pgeguntaba pogque estuviega integuesada, sino pogque yo sabía que te iba a extrañag pero que tendgía a Camila. Tú te ibas a quedag solo. Y tú nunca has sabido estag solo, te encieggas, te apagas. Ya entonces me había dado cuenta. Hubiega queguido teneg alguien a quien heguedagte, alguien que te sacaga a paseag, jugaga contigo, te peinaga y se asegugaga de que no tienes pulgas. Eso hubiega sido lo ideal.— 

Justo antes de su viaje me llamó para despedirse una última vez, yo estaba durmiendo. Habíamos sido amigos durante dos años, dos intensos años. Pero la primera vez que habíamos hablado había sido siete años atrás, cuando eramos poco más que niños.

Ocurre que en mi doceavo cumpleaños me regalaron una guitarra y, en consecuencia, me vi obligado a inscribirme en Bellas Artes para aprender a tocarla. He sido negado para la música toda mi vida. Nunca fui capaz de diferenciar notas de oído, mi tempo estaba siempre errado y se me enredaban los acordes de la guitarra. Mis profesores me recomendaban, insistentemente, dedicarme a la pintura o la cocina. Las clases eran una tortura pero resistí durante dieciocho meses porque Laura estaba allí, cerca.

— Yo llevaba casi siete años apguendiendo música. Empecé a apguendeg piano a los seis, un año después entgué a clases de canto. También pasé por guitagga, flauta, claguinete y tgombón. A los nueve decidí que el violín ega lo mio pogque ega un instgumento pequeño y ligego que me cabía en la maleta del colegio.

 La primera vez que la vi estaba tocando el violín. Parecía concentrada pero aburrida. Y luego, mientras esperábamos a que nos recogieran, me ofreció un chicle.
— Yo te he visto en alguna parte— me dijo.

Todas las tardes nos encontrábamos, nos sentábamos juntos en los escalones, comíamos chicle y hablábamos. Un lunes no apareció, tampoco lo hizo el miércoles, ni el viernes. No la encontré la semana siguiente, ni la que vino después. Adiviné que había renunciado al violín y yo también abandoné la guitarra.

— Sabes que nunca me había gustado estudiag música. Te lo he dicho muchas veces, mi mamá insistía en que ega una habilidad impogtante paga la vida. Eso, supongo, significa que haguía más fácil conseguig maguido.— 

Hace unos meses, cuando volvió a la ciudad se consiguió un pequeño apartamento en el centro de la capital y lo llenó de gatos. Tenía figuritas, muñecos, fotos, dibujos, toallas, manteles, sábanas, todo con gatos, lo único que le hacía falta era un gato de verdad. Entonces me buscó.

Me llamó una mañana. Como nunca nos despedimos se saltó los saludos y protocolos, y me invitó a su casa, se parecía a ella. Laura se veía cansada.

 Cuando aún estudiábamos en el colegio, unos dos años antes de que se fuera del país, un amigo nos presentó. Javier insistía e insistía en que tenía una amiga a la que yo debía conocer. Acordé encontrarme con ellos el siguiente sábado, comeríamos helados, caminaríamos un rato, hablaríamos de los temas de que hablaban entonces los jóvenes.

Ese día me arreglé, le robé a mi abuelo algo de su colonia, me puse mi camisa favorita y me imaginé a la mujer que iba a conocer. Soñé que encajaríamos como dos piezas de rompecabezas, que nos haríamos novios, y un día nos casaríamos, soñé con una casa grande, con un perro, con niñas, con enviudar muchos años después (no podía soportar la idea de morir antes que ella). Y, aún medio soñando, asistí a la cita.

Era ella, yo no la reconocí enseguida, ni ella a mí. Pasaron algunos minutos antes de recordar que eramos esos niños, aburridos de los instrumentos, que se sentaban en las escaleras de Bellas Artes. Cuando la reconocí pensé que esas casualidades nunca ocurrían porque sí, que era el destino el que nos había hecho encontrarnos tanto tiempo después, y que era el destino, esa magia de lo que ya está ordenado, lo que nos uniría para toda la vida. Pero antes de que ninguna magia pudiera ocurriera, mi amigo nos interrumpió preguntándome si podía adivinar quién era su novio. Mi corazón se rompió un poco.

 Aún así, quedamos amarrados para siempre. De un día para otro nos hicimos mejores amigos, y antes de siquiera darnos cuenta estábamos hablando diariamente por teléfono, haciéndonos regalos sin razón, visitándonos sin avisar; haciendo planes todos los fines de semana, muchas veces solos.

— ¿Te acuegdas del ahogado? Ya hacia casi un año que egamos amigos, y tú me decías todo el tiempo que yo ega tu mejog amiga. Entonces yo no te considegaba mi mejog amigo, en mi vida sólo había espacio paga una pegsona así, y esa persona ega Camila. Tú egas divegtido e inteligente, egas un buen suplente pego sólo eso. Ese día fuimos a playa y mientgas tú cuidabas las cosas, entgué a nadar un gato. Tú estabas leyendo y cuando me viste salig pálida y asustada, te levantaste enseguida, tigaste el libgo al piso y me pgueguntaste qué me pasaba. Te dije que había encontrado un ahogado y entgaste al mag a sacaglo. No sé qué tenias en la cabeza. Te vi Regguesag lentamente y gesentí un poco que me hubiegas abandonado. Pego cuando la gente empezó a acegcagse, dejaste que otgos se encaggagan. Volviste con los ojos aguados y temblando completico pego volviste y te sentaste a mi lado. Me dijiste que no había pasado nada, que solo ega Aquaman queguiendo haceg un chiste pesado. Me hiciste songueíg, y en ese momento decidí que podías seg mi mejog amigo, que podía tener dos. 

Esa tarde no nos atrevimos a regresar al mar. Yo intenté llenar el silencio, pero me costaba encontrar cosas que decirle y ella estaba distante, pensativa. Entonces puso su mano sobre mi brazo y me dijo: — Se veía muy solo, ¿no crees? El ahogado, se veía muy solo. Yo no quiero morir así—
—¿Ahogada?—
—No, sola. Prométemelo, ¿vale? Prométeme que no me vas a dejar morir sola—
Y ¿qué más podía yo hacer? Se lo prometí.

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