Mi tio Arturo se fue de la ciudad, abandonando a su esposa embarazada. Unos días más tarde, llamó para tranquilizarnos, dijo que deseaba comer suricato y que, una vez lo probara, volvería.
Alondra nació mientras su padre seguía ausente. Y, antes de que se cumpliera dos meses, desapareció con su madre. Ella, que pasaba las noches desvelada mirando, por las ventanas, hacia un
horizonte lejano que imaginaba más allá de los edificios, del mar,
de las gaviotas, de los barcos, de las montañas que no veía, del
desierto del Sahara y el canal de Suez, se marchó un sabado en el vuelo de las 10:45. Se había despedido de nosotros con cariño, nos invitó a cenar, nos sirvió vino y nos dijo que planeaba irse, que nos extrañaría pero que no podía quedarse allí al pie de la sombra de un hombre que no estaba.
Nunca volvimos a saber de ella, nunca nos mandó un mensaje,
o una postal que dijera: Estoy recorriendo las calles de Jerusalen y
me acordé de ustedes.
A mi tio le tomó tres años encontrar un
lugar en el que pudiera comer el suricato tierno, jugoso y asado al carbón que
había soñado. A su regreso sólo quería hablar de los
ciervos danzantes del serengueti, cuando millones y millones de ellos
corren como si fueran un solo animal con un cuerpo extenso que se
estremece ritmicamente, como si todos se hubieran puesto de acuerdo
para bailar; de las risas de las hienas, que le habían perseguido
durante casi todo su viaje, como si el eco de ellas se le hubiera
quedado atrapado en un oído, y de los leones, esos gatos grandes
por los que se había sentido siempre tan fascinado, de sus melenas
oscuras y rubias, de la manera en que al despertar se estiran
elasticamente, de sus ojos curiosos, de sus colmillos ambar, de sus
patas suaves y firmes como una almohada, de sus uñas largas que le
habían producido una cicatriz. Eso era todo de lo que hablaba, pero
de Adriana y Alondra, ni una palabra.
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