Cuando me encuentro en situaciones sociales, con personas que acabo
de conocer, siempre alguien lanza esa pregunta fundamental: “¿A qué te
dedicas?” O, bien, “¿Qué haces?”. Mi respuesta es variable, depende
mucho de mi humor y de las intenciones que le vea a quien me cuestiona.
Si noto una inocente intención de vanagloriarse por su trabajo y sueldo,
diré, mansamente, que estoy desempleado y dejaré que mi interlocutor
hable tranquilamente. Hará cosa de un par de semanas, la pregunta me la
realizó una señora en estado de embriaguez, mientras me lanzaba una
mirada lasciva (fruto del alcohol más que de mis encantos o presencia), y
lo único que se me ocurrió decirle fue que yo era un ente que
deambulaba sin rumbo fijo por la vida. Su desinterés posterior fue más
que evidente.
A menudo también digo que soy escritor, y
quisiera detenerme allí, pero siempre añado el apellido “Comercial” y
luego explico que trabajo en publicidad y mercadeo. Y no es que me
avergüence ser escritor, no he sido otra cosa desde el día en que empecé
a tomarme la escritura como algo serio y no solo como una herramienta
para enamorar a alguien, convencer a un cliente o llamar la atención.
Lo
que me asusta es que me hagan una pregunta que yo mismo me he hecho
muchas veces: “¿Para qué escribir?”, qué sentido tiene ya escribir si en
esta era de información veloz y olvido express, incluso una buena
historia está condenada a convertirse en una anécdota más, que pronto
será olvidada. Para qué escribir si ya todo ha sido escrito, si es
prácticamente imposible vivir de eso. Para qué persistir en la
escritura, si los libros desaparecen, si nunca serás Gabo (ni siquiera
Vallejo), si no publicaste tu primer libro antes de los doce, y nadie,
nadie lee las cosas que haces públicas. Me asustan esas preguntas por
qué no sé cómo responderlas; me asustan aunque sea consciente de que
nadie me las va a hacer.
Cuando digo escritor quizás
debería decir narrador, porque eso soy. No soy un poeta, ni un
ensayista, no soy un escritor filosofo que sepa cómo elucubrar sus
pensamientos para recorrer, con su lector y sus lecturas, el camino a la
iluminación. Lo mio es contar historias, así de sencillo. Y cuando me
pregunto para qué seguir escribiendo, para qué seguir narrando, no
recurro a pensamientos filosóficos, ni a pensamientos poéticos, ni a
planear un ensayo sobre las bondades de la lectoescritura, sino a algo
más sencillo, a la historia del primer hombre que vio un lobo.
Imaginemos
que existe un hombre que jamás ha visto un lobo. Su clan es nómada y
siempre había vivido desplazándose, según las temporadas, por un valle
gigantesco en el que, milagrosamente, no habitan lobos. Este hombre está
siguiendo a un ciervo y su cria, que se han separado de la manada. Los
ciervos se detienen en un claro y él se encuentra oculto preparando su
honda, o su lanza, sin quitarles los ojos de encima. Entonces llega el
lobo, un ejemplar gigantesco y peludo que con un certero mordisco acaba
con la madre y luego salta sobre la cría. Él hombre siente miedo y se
aleja intentando no llamar la atención del violento animal que nunca
antes ha visto.
Cuando vuelve a encontrarse con el
clan, los lleva al claro donde ya no encuentran al lobo pero sí los
restos de los venados. La horda quiere una explicación y el hombre desea
dársela, pero no cuenta con el lenguaje claro y refinado que poseemos
actualmente. No puede decirles que se encontró con un animal cordado
vertebrado mamífero carnívoro canino; similar en todo a un perro
cualquiera pero de complexión musculosa, mirada penetrante, colmillos
afilados, propensión gregaria y gusto por la carne fresca.
El
hombre, al que podríamos llamar Juanito Avistalobos, probablemente no
contaba con mayores talentos para imitar animales, pero intenta hacerles
saber lo que ha visto. Se señala la cabeza para decirles que es peludo,
y se pone en cuatro patas para que entiendan que es cuadrúpedo. Busca
sus colmillos, o caninos, con los dedos para informarles que tiene
colmillos, y que estos son más grandes que los de cualquier hombre. Usa
su brazo para imitar su cola erizada, y salta de un lado al otro
velozmente para mostrarles con cuanta eficiencia eliminó a su presa.
Finalmente les señala con ambos brazos una altura que a todos los demás
hombres del clan les parece imposible. Es posible incluso que alguno le
insista en que no ha visto ningún animal extraño. Que se deje de show,
que les está haciendo perder el tiempo, que si es peludo, cuadrúpedo,
carnívoro y grande, no puede ser otra cosa que un oso. Y por un oso
nadie tiene por qué perder la cabeza.
Y creo que allí
está algo de lo que me pasa con la narración. Juanito Avístalobos sabe
lo que ha visto y no es un lobo, es otra cosa. Él tiene derecho a perder
la cabeza, tiene derecho a hacer show. Siente la necesidad imperiosa de
contar su historia, pero esa necesidad de narrar no es comprensible
para personas que no la han sentido.
Cuando yo era
niño, uno de mis juegos habituales mientras regresaba caminando a casa
del colegio era fingir ser ciego. Cerraba los ojos, y caminaba por las
calles guiándome con mis manos y mis oídos. Un día, fue la última vez
que lo hice, sentí dos manos que me tomaban por los brazos y, antes de
poder abrir los ojos, escuché una voz de mujer mayor que me decía:
—¿estás cieguito?—. Dije que sí, no lo pensé siquiera, una mujer mayor
no iba a hacerme daño y ser ciego era mi juego, no iba a interrumpirlo
si no estaba en peligro. —¿Donde está tu bastoncito?— Dije que se había
perdido en el colegio, que seguro alguno de mis compañeros lo había
escondido, pero que no importaba, yo sabía llegar a mi casa. Tenía a las
señoras, porque eran dos, una a cada lado. Ellas insistieron en
llevarme a mi casa, y caminaron conmigo. Para cada pregunta que me
hacían, yo tenía una respuesta. Les dije que en el colegio me molestaban
por ser ciego, que mis padres me dejaban solo en la casa toda la tarde;
que mi hermano escribía mis tareas, pero que yo le dictaba. Cuando
llegamos a mi edificio encontramos a mí papá afuera, él me vio y me
llamó: Raúl ¿qué te pasa?, ¿por qué tienes los ojos cerrados?. Abrí los
ojos y vi la luz, en muchos sentidos. Subí corriendo las escaleras, y
esperé el regaño que habitualmente recibía por mentir.
Era
difícil, es difícil, explicar a otra persona por qué uno necesitaba
fingir que estaba ciego, o decir que mis padres me abandonaban, o que
bebían todas las noches, o que eramos muy pobres, o que tenía un hermano
mayor, o que yo estaba mortalmente enfermo, o que veía fantasmas, o
cualquiera de todas las mentiras que contaba sobre mi vida. Y digo
necesitaba porque era una necesidad vital, a mí no me interesaba que me
creyeran o no (a menudo tuve que soportar que en el colegio, alumnos y
profesores, me cantaran: “mentiroso,mentiroso, mentiroso”). Lo
importante era contar la historia, era contar sobre mi lobo al que no
podía nombrar.
Pero esto de contar el lobo
innombrable suena un poco como exorcizar algo, como si al contar nos
liberáramos de un dolor de muela, o de la orfandad, o del alcoholismo. Y
no creo que sea así, cuando JuanitoAvistalobos cuenta lo que ha visto
no lo hace para olvidar al lobo, ni para dejar de sentir miedo de él, ni
para expulsarlo del bosque. Cuenta su encuentro porque cree que es una
historia que debe ser contada.
Cuando yo mentía sobre
mi vida, o hacía estos ejercicios narrativos autobiográficos, lo hacia
para divertirme. Mis terapeutas luego insistirían en que era una forma
de llamar la atención en el colegio, de hacerme ver como alguien
interesante, valiente o valioso. En todo caso, ya fuera para divertirme o
para llamar la atención, mis mentiras era un ejercicio que requería de
público.
Una noche, alrededor de una fogata, alguien
le pide a Juanito (quien andaba algo achantado desde el comentario del
oso que le habían hecho) que les cuente sobre el misterioso animal que
vio. Y puedo imaginarme, claramente, a Juanito sonriendo y contándolo de
nuevo todo, agregando quizás algunos detalles, indicando que el animal
tenía fuego en los ojos, o que medía tres veces lo que el hombre más
alto del clan.
Y creo que es allí, alrededor de la fogata, cuando el público y quien cuenta la historia se encuentran, que nace la narración.
Comprendo
y respeto el ejercicio de esos que escriben exclusivamente para sí
mismos. Esa persona que escribe un diario personal en un cuaderno que
cuando se llene será arrojado a la chimenea, me parece un sujeto
extraordinario. Pero no es un narrador, igual que quien exclusivamente
canta en la ducha, cuando sabe que nadie lo está escuchando, no es un
cantante. No importa que tan talentosos sean, si no tienen público no
existen como cantante y narrador.
Entonces si me
preguntaran para qué insistir en narrar no tendría una respuesta clara.
Aún no la tengo. Narro porque me gusta hacerlo, porque soy bueno
haciéndolo, porque si un día nos sentamos alrededor de una fogata mis
historias probablemente obtengan una mejor respuesta que los casos de un
abogado. Narro porque me gusta ser escuchado, y porque siempre,
siempre, hay gente que está dispuesta a escuchar mis historias, así
después me llamen mentiroso y todos nos riamos un rato. Y si nunca llego
a ser Gabo o Vallejo, si nunca escribo nada que valga la pena... bueno,
en ese caso, en mi próxima vida me haré boxeador o gato casero.
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