martes, 4 de febrero de 2014

Febrero 4

No tengo que decir que decidí tomarme una semana de vacaciones. Pero no es que haya renunciado a escribir en este blog, o que piense que no vale la pena hacer el ejercicio sino que me sentía agotado, necesitaba retomar mis fuerzas y pensar (soñar, desear, imaginar, fantasear) cosas que no fuera a compartir aca.

El sábado fue mi dia de hacer vueltas. Llevé ropa a lavar en seco, compré medias, pagué mi celular, compré comida, un par de regalos para gente de cartagena y fui al banco a pagar mi tarjeta de credito. Como las otras cosas las podía hacer prácticamente en cualquier parte, mi interés principal era ubicar un banco cerca de mi casa que tuviera horario adicional.

Había uno, por alla en la calle 58 con 13. Juro que en el momento la dirección no me dijo nada, eran dos calles cualquiera en cuya intersección estaba un banco abierto. Fue cuando iba en el bus que me vino todo a la memoria, a un par de cuadras de distancia del banco estaba un bar.  Es un bar de rock en el que pasé algunas de las mejores noches de mi vida, un lugar sin pretenciones, cómodo, íntimo, con buena música rock y, si mal no recuerdo, no muy costoso. A eso de una cuadra del bar hay una calle en la que un par de veces compré cigarros de esos que dan risa.  Y a dos cuadras más, tras atravesar un parque, vivia Anastasia.

Lo que digo no es que haya extrañado a Anastasia. No, no fue eso. Fue más como que me sentí ante las ruinas de una vida que solía llevar.  Vi la colina que llevaba a su casa y que tantas veces subí lleno de deseos de verla, de abrazarla, de acostarme a su lado y ser feliz, con la felicidad sencilla  de saberse querido por quien uno quiere. Vi el bar en el que pasamos largas noches abrazados, susurrandonos al oido que nos queríamos y que la vida era un poco más dulce cuando no estabamos lejos. La puerta en la que me abrazó un día, con una fuerza profetica, y me dijo que yo la iba a abandonar pero que ella me perdonaba, que esa era mi naturaleza y nada se podía hacer. La tienda de disfraces desde la que la llamé un halloween sólo para que me dijera que no quería verme, que su mamá estaba de visita y tenía que aparentar normalidad.

Y digo, vi todas estos lugares mientras caminaba para el banco. Tres, cuatro, calles en las que se resumen meses enteros de mi vida, inmensas eternidades de cariño que se desvanecieron, dolores, amores, errores. Cuatro calles que son lo único que queda en pie de un Raúl que fuí. Y las miré con ojos de arqueologo, confirmando mis recuerdos: fue en esta calle, fue frente a esta vitrina, era en esta tienda, en ese segundo piso.

Y no me dolió encontrarme con los recuerdos de aquello que ya no existe. Si acaso guardé un minuto de silencio y solemnidad por ese Raúl que fuí y que ha muerto.

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