La abuela que conocí,
originalmente, era una mujer severa y profundamente religiosa y
creyente. Me hacía rezar con ella el rosario todas las noches, me
prohibía ver películas de miedo y me tapaba los ojos cuando las
personas disparaban o se besaban en las novelas. El nieto que ella
conoció era díscolo y aunque jamás le alzó la voz, discretamente
— pero sin ocultarse— subvertía sus palabras y se reía de sus
creencias. Si la señora decía “Dios es amor”, su nieto luego
diría frente a todos los adultos que “Dios es humor”, si la
señora le pedía leer la oración, él siempre concluiría pidiendo
que los alimentos les hicieran crecer pero solo de abajo a arriba,
jamás hacia los lados, o hablaría de la ocasión en que Jesús
había invitado a Lázaro, su compadre, a una parranda post-mortem
diciéndole: “levantate y baila”.
Un día, ese niño,
decidió hacerse escritor para enamorar a una chica inteligente de su
curso. Si él hubiera sido mejor poeta quizás, una vez conquistada
la chica, hubiera dejado de escribir y vivido una vida normal. Pero
era mal poeta y envidioso, no podía desistir hasta ser el mejor. Sin
embargo, a pesar de hacerse escritor, nunca se sintió del todo
cómodo en el gremio de los escritores. Sí, aprendió las palabras —
habló de escribir con sangre, y de duendes, o musas, que le dictaban
cosas—, leyó algunos autores — Cortazar le parecía pedante;
Borges, inbancable; Rilke, aburrido—, jugó los juegos de los
escritores, hizo las preguntas de rigor en charlas con autores —¿Qué
me recomendaría que leyera para ser un buen escritor? ¿De donde
sale su inspiración? ¿Que quería decir cuando habla de despertarse
convertido en insecto pero nunca define si es una cucaracha, un
escarabajo o un abogado?
Un día, ese joven, se
dio cuenta de que habían dos tipos de escritores, los que pensaban
que el arte era un árbol que nacía del cielo espontáneamente y se
agarraba a la tierra para no caerse , y los que veían el arte como
un árbol como cualquier otro, que crecía de la tierra, que requería
trabajo,conocimiento, abono y poda. Él, que no tenía talento ni
musa, sólo podía pertenecer a estos segundos. Quiso tener la prosa
sencilla y directa de Hemingway, pero nunca le salió natural. Quiso
escribir poesía vital, hermosa y recia como la de Gomez Jattin, pero
le hacía falta ser más como ese otro Raúl. Entre persistir,
fracasar y envidiar, poco a poco construyó unos indicios de estilo,
pero sobre todo, una noción del mundo que usaba como materia prima
para escribir. Veía el mundo como un reflejo de sí mismo, un objeto
complejo que sueña con ser serio y profundo pero se escapa y se ríe,
o peor aún, se encierra y se pone melancólico.
Sobre ese mundo escribe
porque así sueña el mundo, como un rompecabezas en el que las
piezas no siempre encajan; en el que las personas hacen cosas sin
sentido y le dan una importancia suprema a pequeñas obsesiones,
descubrimientos y adioses. Un mundo en el que las personas hablan del
clima, o se dicen cosas lindas y rimbombantes como si fuera natural
en ellos, pero callan cosas importantes. Un mundo en el que todos
están sujetos al destino pero se ríen de él, le dan largas, le
rehuyen. Un mundo en el que la gente piensa demasiado, espera
demasiado, sueña demasiado y nunca ocurre nada de importancia. Y sí,
a veces y sin explicación, los muertos se levantan para bailar, y
alguno decide llamar a la casa de la mujer que quería solo para
descubrir que se ha mudado.
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