Aristoteles era un
sabio, de eso no me queda la menor duda. El hombre estudió y
diseccionó la tragedia y la epopeya como actos narrativos;
identificó, nombró y valoró cada uno de los elementos que las
componen. Y en general, por lo que pude entender, estoy muy de
acuerdo con su valoración de los elementos. Lo que me cuesta
aceptar es su pretensión de que existen formas artísticas
superiores e inferiores.
Aristóteles sitúa la
tragedia y la epopeya por encima de la comedia porque los personajes
de ésta son personas normales y vulgares, y los de aquellas, nobles
héroes. Desde su perspectiva, es natural que los autores que
aspiran a la sabiduría y poseen personalidades nobles, se vean
atraídos por sus modelos e iguales (heroes, sabios y dioses).
Mientras los autores de genio vulgar prefieran, o sólo sean aptos
para, realizar comedias y poesía burlesca. Esa idea de que es
posible separar a los grandes talentos de los pequeños, por el
género en que destacan o por la seriedad de sus escritos, es aún
muy común en el mundo literario.
A pesar de Poe, Borges,
Cortazar y Dostoievsky, el cuento es considerado un género menor,
nunca comparable con la novela. Prueba de ello es que aún en los
casos de autores que han descollado en ambos géneros, digamos
Gabriel García Márquez, siempre se les recuerda más por sus
novelas que por sus colecciones de historias cortas.
El humor, como en el
monasterio de El nombre de la
rosa,
parece ser un tópico prohibido en la literatura seria, con la clara
excepción de El
Quijote.
No es que se envenene a quienes se atrevan a escribir cosas que hagan
reír, ni que su lectura se prohíba, pero no se les premia, no se
les anota en la lista de lo mejores libros, no se les invita a las
fiestas de lanzamiento. Leemos a Proust que dedica años a rememorar
magdalenas, pero a Ignatius Reilly nadie lo conoce, y a autores como
David Safier sólo se los lee a la orilla de la playa o esperando un
avión. Y, a este paso, los cuentos de humor que me gustaría
escribir jamás serán leídos por una sola alma.
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